El que habita al abrigo del Altísimo se acoge a la sombra del Todopoderoso. (Salmo 91:1)
En El árbol generoso de Shel Silverstein, un niño juega bajo la sombra de un árbol que lo ama. Todos los días hace coronas con sus hojas, lo trepa, come manzanas, y juega al escondite. Pero al crecer, el niño se distancia y el árbol se convierte en un medio para un fin.
¿Nos relacionamos con Dios como si fuera un árbol generoso? Puede que en nuestra infancia creyéramos en Él con sinceridad, involucrándole en nuestras penas y alegrías. Pero al crecer nos tornamos más escépticos, quizás solo volviendo a su sombra en momentos de necesidad.
Igual que el árbol, Dios es el que nos ama primero. Sin embargo, su felicidad no depende de nosotros. Y aunque Él también se entrega desde su amor inagotable, nos ofrece lo que el árbol generoso nunca pudo: sombra que no solo disfrutamos, sino que además nos transforma.
Este salmo nos invita a «habitar»; en el original, «sentarse en el lugar secreto», como el niño que al principio del cuento se esconde y reposa en un árbol que es prácticamente su vida. «A la sombra» refuerza ese cuadro de intimidad: «para que la sombra de nuestro compañero caiga sobre nosotros, tenemos que andar muy cerca», escribió un teólogo.
Pero cuando hablamos de Dios: ¿realmente queremos esta sombra? ¿El Todopoderoso es un lugar seguro? ¿No estaríamos incómodos a su lado, sabiendo lo que somos de verdad? ¿No desearíamos otra sombra que nos escondiera o excusara? ¿Quién puede, o quiere, estar como Perico por su casa con el Dios del universo?
El salmo contiene una clave que quizás ayude. «Sentarse en el lugar secreto» podría aludir al Lugar Santísimo del tabernáculo judío donde solo entraba el sumo sacerdote una vez al año. Allí dentro, aparte del altar de incienso, estaba el arca del pacto. Sobre su tapa dos querubines de oro extendían sus alas, creando una sombra.
Y ¿qué había bajo esta sombra? Sangre animal que el sumo sacerdote ofrecía una vez al año «por sí mismo y por los pecados de ignorancia cometidos por el pueblo» (Hebreos 9:7). Significaba intercambio, perdón, reconciliación. Es bajo esta sombra que quiere habitar el autor del salmo: acogido y trasformado por el perdón, disfrutando de Dios.
Estos rituales apuntaban a Jesús, el sacrificio definitivo. En su entrega histórica en la cruz, se intercambió por nosotros: «con su propia sangre, logrando así un rescate eterno» (v. 11-12). Jesús como Mediador nos invita a su sombra — un lugar secreto, sagrado y seguro donde encontrar perdón. Acogernos a su sombra es ahuyentar las sombras de nuestro propio ser (v. 14).
El árbol dio todo lo que pudo a su amigo. Pero nunca pudo envolverle en sombra sanadora permanente ni transformar su corazón. Solo pudo esperar a que, en su vejez, el «niño» regresara a descansar.
Ojalá nosotros, mucho antes en la vida, habitemos a la sombra transformadora del Altísimo y Todopoderoso que nos ama.
— Devocional de Lisi Clark, colaboradora de Librería Abba. Reflexión adaptada de su blog.