La ciudad de Jerusalén era un lugar lleno de confusión en los tiempos de la primera Navidad. Grupos de religiosos discutían entre sí constantemente tratando de poner sus ideas por encima de las de los demás. Creían que quien consiguiera demostrar que tenía razón estaría más cerca de Dios y se ganaría su favor.
Sin embargo, para la mayoría de la gente, Dios era en realidad un Dios ausente. Mucho tiempo atrás había cuidado de su pueblo, los había acompañado y se había mostrado presente. Incluso en sus últimos mensajes les había hablado sobre un Mesías, un enviado de Dios para salvarles. Profecías que hablaban de prosperidad, de luz, de salvación… Pero habían pasado siglos desde aquello.
En estos días no había alegría, ni júbilo, había pasado tanto tiempo que era difícil mantener viva la esperanza de ese Mesías viniendo. Para Ana no era muy diferente. Se había casado muy jovencita, pero quedado viuda también muy pronto. Decidió no casarse de nuevo, y se consagró a sí misma al Señor, yéndose al templo, donde pasaría el resto de su vida.
El templo estaba dividido en varias secciones, las mujeres sólo podían acceder al lugar más alejado de la sala principal: un patio donde cualquiera podía entrar. Junto a ese patio estaba la puerta La Hermosa. Allí se traía a todo tipo de enfermos para pedir limosnas a los religiosos que entraban a adorar.
Me imagino en la mente de Ana resonando las palabras del profeta Isaías:
Fortaleced las manos débiles, afirmad las rodillas temblorosas; decid a los de corazón temeroso: «Sed fuertes, no tengáis miedo. Vuestro Dios vendrá, vendrá con venganza; con retribución divina vendrá a salvaros». (Isaías 35:3-6, CST)
Pero Ana, a su alrededor, sólo veía ciegos, sordos, cojos, mudos… dolor, injusticia… Tal vez algo similar a lo que nosotros vemos hoy en día: personas en necesidad, enfermos, víctimas de la injusticia…
Pero un día, llegó al templo una familia con un bebé de apenas unos días. Ana vio cómo un hombre se acercó a la familia, tomó el bebé en sus brazos, y ante el asombro de sus padres dijo:
Según tu palabra, Soberano Señor, ya puedes despedir a tu siervo en paz. Porque han visto mis ojos tu salvación, que has preparado a la vista de todos los pueblos: luz que ilumina a las naciones y gloria de tu pueblo Israel. (Lucas 2:29-32)
Entonces, Ana se dio cuenta de algo: ese niño, ese bebé, ¡era el Mesías, el Salvador! Era de quien hablaban las profecías de hacía tantos años. Ya estaba ahí, ya había llegado. La luz que ilumina a las naciones. La esperanza de toda la humanidad. Enfermos, débiles, personas que vivían en temor, víctimas de la injusticia, aquellos que sufrían… su Salvador había llegado. Su sufrimiento tenía fecha de fin. Había esperanza. Era real…
Eso es lo que cada año celebramos. Y a veces, con toda la celebración, nos habituamos, lo hacemos algo común, una celebración más, pero se nos olvida el impacto que ese niño tuvo en el mundo. Se nos va olvidando su significado, perdemos la esperanza, como los habitantes de Jerusalén habían ido perdiendo la esperanza de las profecías. Era Dios. Un Dios que la gente de la época percibía distante, y que aún hoy lo es para muchos. En medio de tanta injusticia, en un mundo desbordado por el dolor, atemorizados por la enfermedad, dejemos que siga resonando esa verdad, «Sed fuertes, no tengáis miedo. Vuestro Dios ha venido».
— Devocional escrito por Débora Rodrigo, autora de Bajo esta lluvia y Ellas.