Tengo que reconocer que, como decimos algunas veces, el alma se me vino a los pies. Estaba paseando con una de mis hijas, Iami, hablando sobre diferentes temas escolares (sobre todo de literatura) cuando de repente me soltó una frase categórica, fría, casi “hiriente” para mi:
– “Papá, odio a Gustavo Adolfo Bécker”
Si la poesía es un regalo de Dios para ti, tanto como lo es para mí, esa frase es capaz de sacudir parte de tu mundo en cuestión de segundos… pero como buen gallego, en lugar de decirle nada, decidí preguntarle la razón y ella me contestó:
– “He tenido que estudiarme toda su vida, los títulos de sus obras, dónde nació y lo que hizo… Me sé la vida de no sé cuantos poetas y escritores ¡Es un rollo!”
“¿No te pidieron que leyeras ninguna de sus poesías?” Le pregunté, “No”, me dijo ella… y entonces comprendí lo que estaba pasando. Mi hija jamás había quedado embelesada al comprobar como se puede describir un desengaño amoroso diciendo (entre otras muchas cosas) que algunas golondrinas cambian sus costumbres migratorias para no volver a vernos. Cuando comenzó a leer lo que el poeta había escrito, sus sentimientos cambiaron por completo.
La verdad, no sirve de nada que sepas mucho de la vida de los poetas si no has tenido la oportunidad de leer su corazón en cada palabra que escribieron. Es curioso (y al mismo tiempo frustrante) que uno pueda conocer la vida de muchos escritores, asistir a congresos sobre ellos, llegar a ser casi un ”especialista” en lo que alguien ha hecho sin haber intentado beber su alma en cada frase que escribió.
No pude dejar de pensar en Dios después de esa conversación con mi hija. Sí, porque aunque le amamos, muchas veces corremos el riesgo de preocuparnos más por los datos que por Él mismo. Asistimos a congresos, reuniones y cultos, en la mayoría de las ocasiones para hacer lo que nos gusta a nosotros; estudiamos a fondo su Palabra para tener más conocimiento; nos preocupamos (casi siempre) en primer lugar por sus bendiciones y lo que tiene que hacer por cada uno; hablamos con Él para pedir y exigir en la mayoría de las ocasiones… pero no hemos aprendido a disfrutar de su presencia.
A veces da la impresión de que queremos “diseccionarlo”, estudiarlo como si fuera una materia por la que te van a dar una nota, un diploma o un premio. Incluso estudiamos la Biblia (¡Jamás debemos dejar de hacerlo!), pero examinando sólo las palabras, como si leyendo a Bécker dijéramos “volverán”, futuro del verbo volver, forma plural, etc. “Las” Artículo determinado, femenino plural, “Oscuras” nos habla de la pigmentación; “Golondrinas” aves que… Sin darnos cuenta de que esa poesía tiene que ver con el amor que perdimos y nos hizo sufrir, y cada frase de la Palabra de Dios tiene que ver con su corazón y su amor inquebrantable hacia nosotros.
No quiero decir que esté mal querer conocer cada detalle, pero eso no es lo más importante, porque damos la impresión de que queremos controlar a nuestro Padre Celestial en lugar de amarlo, de entusiasmarnos con Él, de conocer su corazón y lo que Él espera de nosotros. En demasiadas ocasiones preferimos “estudiarlo” en lugar de estar con Él. Demostrar nuestra sabiduría en lugar de postrarnos delante de Él. Organizarlo y controlarlo todo en lugar de dejar que el viento de su Espíritu sople y haga lo que Él quiera.
Somos hijos muy calculadores y muy poco apasionados.
¿Se puede saber mucho de Beethoven y no haber escuchado la novena sinfonía? ¿Podemos ser especialistas en Miguel Ángel sin haber permanecido horas admirando el “David”? ¿Se puede discutir sobre Leonardo sin saber ni siquiera que existe la “Gioconda”? No podemos decir que conocemos a Dios si no le amamos, le adoramos y admiramos su carácter. No podemos proclamar que somos sus hijos sin querer estar con Él a todas horas. Si no vivimos entusiasmados con todo lo que Él es y hace.
No importa tener mucha información, por muy valiosa que creamos que es, ¡Si no hacemos nada con ella! Porque esa misma información nos suele volver orgullosos (el conocimiento envanece, mientras que el amor edifica ¿recuerdas?) La diferencia es tener a Dios con nosotros, en nuestra vida, en cada uno de los detalles: Amarle de una manera incondicional y que su presencia nos bendiga, ¡pase lo que pase! Aún cuando a otros les suene “raro” y nos señalen por querer siempre algo más de Él. De esa manera, cada detalle que llegamos a conocer de Él nos llena por completo, cada mirada en lo más profundo de su carácter nos devuelve a la vida, cada versículo que leemos nos enseña a navegar en el inmenso océano de la mente de Dios.
La palabra de Dios no puede ser solo información para nuestro cerebro, ni solamente motivación o inspiración para nuestra vida. ¡Tiene que estar encarnada en nosotros! Porque la Palabra con mayúscula es el Señor Jesús, y Él tiene que vivir en todo lo que somos y sentimos, en nuestros pensamientos y decisiones, en nuestro cuerpo y nuestra alma: No puede pasar un solo minuto, ni existir un solo centímetro, ni tomar la más sencilla decisión, ni siquiera vivir un solo sueño en el que Él no esté presente.
Del Señor Jesús muchos pueden decir cientos de cosas, pero ¿Cuántos serían incapaces de vivir un solo segundo sin Él? Podemos llegar a ser auténticos especialistas en reuniones, congresos, conferencias, predicaciones, etc. pero ¿Nuestra vida sería plena igualmente si no tuviéramos absolutamente nada sino a Jesús? ¿Viviríamos con el mismo entusiasmo si lo hubiéramos perdido todo menos a Dios? Porque ese es el más sencillo secreto: volver a enamorarnos completamente de nuestro Creador. Vivir en el primer amor que lo revolucionó todo. Volver a disfrutar de su poesía en la cruz, el lugar hasta dónde Él llevó todos los errores gramaticales de nuestra mentirosa historia; volver a descubrir en cada palabra suya la imaginación y la creatividad del ser más impresionante e inteligente que existe; dejarse llevar y llenar por su Espíritu porque eso es lo que nos hace vivir y entender que (de una manera incomprensible), cada uno de nosotros somos un poema suyo (cf. Efesios 2:10).
Necesitamos mirar a los ojos del corazón de nuestro Padre y decidir como un niño absolutamente impresionado por lo que ve, que no queremos vivir en otro lugar.
Si no vivimos así, caemos en las trampas del ladrón de poesías, cuyo objetivo es introducir dentro de nosotros la idea de que Dios es aburrido, porque lo leímos así en muchas de nuestras reuniones, congresos, organizaciones, etc. La religiosidad ha teñido de hastío y cansancio la relación con el ser más absolutamente radiante que existe. Nuestras normas, costumbres, correcciones y similares están logrando robar, matar y destruir los gloriosos y refrescantes ríos de agua viva que Dios hizo brotar de dentro de todos los que le amamos. Atravesamos el desierto con pena en lugar de hacer fiesta. Lloramos el dolor del mundo en vez de sanarlo. Atravesamos impotentes el valle de sombra de muerte en lugar de descansar en la Vida que nadie nos puede quitar…
¡Todos los que vivieron la frescura y la fragancia infinita del Señor Jesús no pudieron dejar de amarle y testificar de Él y (¡de paso!) revolucionar el mundo! Hoy más que nunca necesitamos volver a estar a solas con Dios para que esa misma fragancia nos transforme a nosotros, porque jamás debemos olvidar que el mismo Señor nos presenta (a la iglesia) como su novia y futura esposa; y no hay nada que rebose más alegría que una novia irremediablemente enamorada y radicalmente orgullosa de su novio que, en este caso es Alguien perfecto que dio, da y dará todo por ella.
¡Alguien que entregó incluso su propia vida por mí! ¡Esa clase de poesía sería imposible admirarla ni con miles de millones de premios Nobel!
Si el mayor pecado de la iglesia en Efeso (cuyo conocimiento, actividades y recursos eran extraordinarios) fue perder su amor al Señor (cf. Apocalipsis 2:4)… Creo que gran parte del cristianismo del siglo XXI lleva demasiado tiempo pecando. Lo tenemos todo, lo sabemos casi todo, lo organizamos todo y lo controlamos todo… pero nos estamos alejando de quién más nos ama, y esa es la razón por la que algunas veces dejamos de comprender la Poesía de la Vida y al hacerlo, nosotros mismos no sabemos dónde estamos ni quienes somos.
Jaime Fernández Garrido es Doctor en Pedagogía, Diplomado en Teología, Compositor musical y profesor de piano. Dirige el programa «Nacer de Novo» que se emite en Galicia así como en Europa y Sudamérica. Escribe en Protestante Digital y es autor de libros como «Corazón Indestructible», «Mejora tu Ritmo», «Cara a Cara» entre otros.
- Recomendación de lectura: «La Desaparición de la Gracia» | Philip Yancey
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Muy buena reflexión ,y muy cierto que para apreciar el trabajo de una persona hay que conocerla.
Hola Encarna, muchas gracias por comentar 🙂