En 1569 un clérigo jerónimo convertido al protestantismo escribiría:
«Es menester que se resuelvan,
que ni las disputas importunas,
ni las defensas violentas,
ni los pretextos cautelosos,
ni el fuego, ni las armas,
ni toda la potencia del mundo junta
podrá ya resistir que la Palabra de Dios no
corra por todo tan libremente como el Sol por
el cielo, como ya lo vamos todos probando
por experiencia…es menester que esté
fuera de disputa, que habiendo dado Dios
su palabra a los hombres, y queriendo que
sea entendida y puesta en efecto de todos,
ningún buen fin puede pretender el que la
prohibiere en cualquier lengua que sea”
El autor de este texto no es otro que Casiodoro de Reina, el ilustre reformador que tradujo la Biblia de los originales a la lengua castellana por primera vez en la Historia. La Biblia del Oso, como popularmente acabó conociéndose por llevar grabado ese animal en la portada, fue editada en 1569 en la ciudad de Basilea.
El texto citado es un fragmento de la introducción de dicha Biblia, y un alegato de convicción en que las Escrituras se esparcirían por todo el mundo en todas las lenguas vernáculas. Casiodoro, como el resto de reformadores del siglo XVI, sabía que la única esperanza para una revolución espiritual en su país, residía en el redescubrimiento de la Palabra de Dios.
Casiodoro de Reina
La vida del reformador español fue un periplo complejo y lleno de dificultades. Tras convertirse al protestantismo fue perseguido por la Inquisición, huyó a Ginebra, y allí por discrepancias con el gobierno calvinista de la ciudad, volvió a huir hacia Fráncfort. Tras un tiempo en la ciudad germana, tomó rumbo a la Inglaterra de Isabel I. Allí es dónde Casiodoro, convencido de la necesidad imperiosa de traducir la Biblia al castellano, empezó su obra magna. Tras calumnias por parte de algunos de los sectores más radicales, debió fugarse de nuevo hacia Amberes, dónde sufrió grandes penurias para acabar con la traducción de la Biblia.
Mucho le costó encontrar financiamiento para la impresión de dicha Biblia. Una vez reunidos los florines necesarios, lo mandó a un conocido impresor de Amberes. Al cabo de poco tiempo el impresor murió, dejando tras de sí multitud de deudas… La Biblia quedó sin imprimir, y Casiodoro sin florines. Arruinado y desamparado, el reformador decidió marcharse a Basilea, dónde el concejo municipal y los líderes protestantes de la ciudad aportaron el capital necesario para imprimir esa Biblia que vio la luz en 1569.
La primera edición constó de 2600 ejemplares. Pero introducirlos en España no sería obra fácil. En 1562, tras ser quemada una estatua de Casiodoro de Reina en un auto de fe en Sevilla todas sus obras fueron consideradas libros prohibidos y él declarado heresiarca (jefe de los herejes).
Tras saber de su publicación, la Inquisición puso todos sus esfuerzos en que ninguna sola Biblia de Casiodoro entrara en el país. Los puertos fueron altamente vigilados, así como las entradas por tierra a España.
Usando las rutas comerciales marítimas de varias hermandades mercantiles, muchas Biblias fueron escondidas en navíos que transportaban lanas y otras mercancías de Flandes a la Península. La mayoría no superaron el bloqueo de las autoridades españolas, siendo descubiertas en severos controles e inmediatamente quemadas. Muchos capitanes protestantes de navíos fueron apresados y condenados, así como centenares de hermanos que buscaban distribuir las Biblias que habían logrado escabullirse a los controles iniciales.
No obstante algunas de las Biblias lograron sortear a la Inquisición y llegar a manos de grupos de protestantes. En Valladolid, Toro y Sevilla entre muchas otras ciudades lograron germinar núcleos importantes de reformados.
Sin embargo la Reforma no prosperó en España, la mayoría de grupos fueron disueltos y condenados en espeluznantes autos de fe. Los que lograron sobrevivir huyeron hacia países dónde no fueran perseguidos. Así la inquisición y la posterior contrarreforma acabaron con los primeros albores que se habían insinuado en el horizonte del protestantismo en España. Otro ilustre reformador Francisco de Enzinas escribiría, no sin razón, que: “Se ha derramado probablemente hasta el día de hoy más sangre cristiana que tinta se gasta en imprimir libros”.
La convicción de Casiodoro parecía haberse quedado en una ilusoria esperanza para su amado país. Para cualquier observador ajeno a las realidades espirituales que mueven el mundo, la Palabra de Dios parecía haber sucumbido a las disputas importunas, a las defensas violentas, a los pretextos cautelosos, al fuego y a las armas.
Pero no se debe tratar de encajar los tiempos de Dios a nuestras limitadas esperanzas temporales. Dios tenía un plan para nuestro país, y lo iba a cumplir.
Debemos recorrer tres siglos de oscuridad en nuestra historia, tiznadas por alguna que otra ténue luz, para llegar a 1868, momento en que el General Prim llega al poder, e instaura a través de la constitución de 1869 la libertad de culto en España. Curiosa efeméride que coincide con el III centenario de la publicación de la Biblia del Oso.
Dicha libertad atrae a muchos misioneros extranjeros, principalmente de Gran Bretaña que a través de Gibraltar entran a la península y viendo la gran necesidad espiritual de nuestro país, dejan sus hogares para entregar su vida a difundir el evangelio en las complejas tierras de España.
George Borrow
Algunos de ellos, como George Borrow entre muchos otros, ya habían empezado su difusión del evangelio unos años atrás, y la libertad religiosa supuso un impulso a su labor evangelizadora. Se inicia así lo que pronto se denominaría la Segunda Reforma Protestante en España.
George Lawrence
Entre esas personas, que lo dejaron todo para compartir el mensaje bíblico de la salvación en un país extranjero, encontramos a un peculiar galés llamado George Lawrence. Lawrence fue el precursor y pionero de todas las librerías cristianas en español. Tirado de dos caballos, su carromato cargado de literatura cristiana en castellano (traducida del inglés en Gran Bretaña), recorría los pueblos de España repartiendo el mensaje de la salvación a todo aquel que quisiera leerlo y escucharlo.
Su amor por el evangelio era más fuerte que las dificultades que le iban apareciendo. No importaba si nevaba o llovía, si un vendaval agitaba los caballos, si el frío calaba en sus huesos o si en un pueblo lo increpaban: No había un solo día en que no montara en su carro y difundiera la luz del evangelio en la oscuridad de nuestro país. Porque sabía que las palabras que difundía tenían poder para transformar las vidas de los españoles.
Dios usó a ese hombre para que centenares de familias conocieran la libertad que sólo Jesús puede dar. Fue gracias a Lawrence que el evangelio se introdujo en mi familia, y como cristiano no puedo más que admirar y agradecer su labor en tiempos tan difíciles como esos. Repartir literatura cristiana en la ultra católica España de finales del siglo XIX, no debía ser sencillo… Pero aquellos hombres se esforzaron y Dios les concedió fortaleza para poder seguir con su misión.
La literatura cristiana en esos momentos llegaba a cuentagotas a la Península. Eran tiempos en los que abundaba la sed y faltaba el agua. Ciento cincuenta años después, abunda el agua y falta la sed.
Nunca como hoy, el acceso a la Palabra de Dios y a la literatura cristiana había sido más sencilla. Nunca las librerías evangélicas habíamos dispuesto de tantos títulos… Y nunca como hoy la indiferencia hacia el poder de la Palabra, había sido tan patente entre los herederos de aquellos que siglos atrás tanto sufrieron por difundirla.
Al diablo ya no le son necesarias ni las disputas importunas, ni las defensas violentas, ni los pretextos cautelosos, ni el fuego, ni las armas, ni toda la potencia del mundo junta para que el otrora llamado “pueblo de la Palabra” abandone su empeño de conocer más de cerca a su Dios. Tan sólo necesita inocular en nosotros una apatía hacia los asuntos espirituales y hacernos creer que el mundo va tan deprisa que el tiempo necesario de lectura bíblica y meditación no cabe en nuestra estructura vital.
Las páginas de nuestros libros, cuyo mensaje los mártires sellaron con su sangre, están demasiado a menudo cerrados y llenos de polvo, olvidados en las buhardillas de nuestra indiferencia. La libertad que tanto ansiaron los reformadores ha cobijado cinco siglos más tarde a un huésped inesperado: La indolencia espiritual.
En lo alto de nuestra librería reza un lema escrito por el gran predicador C.H.Spurgeon que dice: “Si el pueblo de Dios se esforzara en conocer mejor a su Dios, el mundo sería transformado de una manera milagrosa”. Y creemos firmemente en la necesidad urgente e imperante de la iglesia en conocer más a su Dios.
Casiodoro, junto con otros muchos reformadores, luchó por el derecho a tener la Palabra en nuestro idioma. Nosotros ese derecho ya lo tenemos, pero hemos olvidado el deber que tenemos de leerla y aplicarla. El deber de entender su enorme valor y poder. El deber, al fin, de oír su Palabra.
Como iglesia evangélica, a 500 años de la Reforma, necesitamos hacer una profunda reflexión sobre qué ha pasado con la pasión y el sacrificio de aquellos hombres que lo entregaron todo, hasta sus vidas, para que la luz del evangelio se esparciera por toda nuestra nación. Quién sabe si para recuperar su legado espiritual debamos luchar por reformar nuestra iglesia reformada.
Autor: Joan González Angurell, Director de Abba Librería Evangélica