«…los has amado a ellos tal como me has amado a mí».
— Juan 17:23
Horas antes de que fuera torturado y crucificado, Jesús pronuncia lo que se conoce como su oración sacerdotal. Al igual que el sumo sacerdote entraba al lugar santísimo del templo para interceder por el pueblo, habiendo sacrificado un cordero, Jesús ahora intercede, pero Él será el cordero.
Intercede no solo por los discípulos, sino también por ti y por mí. Jesús ora: «Ruego también por los que han de creer en mí por el mensaje de ellos». Jesús, con su mirada omnisciente, siendo Dios, nos ve a ti y a mí, con nombre y apellido.
Quiero resaltar esta frase conmovedora: los has amado a ellos tal como me has amado a mí. El amor perfecto, eterno, ancho, profundo, incorruptible e indescriptible con el que el Padre, la primera persona de la Trinidad, lleva amando a la segunda, al Hijo —ese mismo amor, esa misma intensidad, esa misma incondicionalidad— es con el que el Padre te ama a ti y a mí.
Pero ¿cómo es posible? ¿Incluso con mi pecado, mis secretos, mis egoísmos? ¿Es acaso posible que un Dios santo me ame así?
En El significado del matrimonio, Timothy y Kathy Keller escriben:
…ser conocido y no ser amado es nuestro mayor temor. Ser plenamente conocido y ser verdaderamente amado… es lo que necesitamos por encima de todo en esta vida; lo que nos libera de toda falsa pretensión, lo que nos enseña a ser humildes y a renunciar a nuestra falsa autosuficiencia, y lo que nos prepara para hacer frente a las dificultades.
Ser amados a pesar de nuestras fealdades, conociendo todo sobre nosotros, es algo que ansiamos más que el agua, pero solo Dios ofrece ese amor. Nadie más. Este amor verdadero es el combustible que necesitamos para sobrevivir.
Lucas nos narra otro momento crucial en el bautismo de Jesús: «Entonces se oyó una voz del cielo que decía: «Tú eres mi Hijo amado; estoy muy complacido contigo«» (3:22).
¡Qué frase tan abrumadora! Conozco a adultos que llorarían como bebés si escucharan esa frase tan anhelada por parte de un progenitor que nunca les validó. Estas no son simplemente palabras amables. Son palabras poderosas que cambian vidas.
Y no son palabras fáciles para un Dios perfecto que no cohabita con el pecado. Una cosa es decir que nos ama; otra muy distinta que está contento, complacido con nosotros. Te aseguro que no está complacido con mi pecado; le causa ira, porque es santo y justo. Pero, en Cristo, puede estar complacido porque Cristo pagó por todas mis vergüenzas y oscuridad en la cruz.
En Cristo, el Padre puede decir estas palabras acerca de ti y de mí. Aquel que ha puesto su vida en las manos cicatrizadas de Jesús, aquel que está escondido en Cristo, recibe estas palabras: «Tú eres mi hijo amado; tú eres mi hija amada. Estoy muy complacido contigo». Los logros de Cristo son ahora nuestros, su vida es nuestra vida. Cuando el Padre te mira, no te ve a ti, ve a Cristo. A través de Él somos limpios, perdonados, nuevos.
Muchos luchan hoy por conseguir amor y aceptación, pero el mundo solo ofrece sucedáneos. Curiosamente, el Padre no le dice a Jesús estas palabras después de sanar enfermos, hacer milagros o alimentar a miles. Se lo dice antes de todo ese trabajo. La aceptación y amor del Padre no dependen de lo que hagamos por Él, sino de lo que Jesús ha hecho por nosotros. Vivir para complacer a otros o a ti mismo te llevará a la desesperación. Ganarte el amor de otros con esfuerzos te esclavizará. Pero entender que Dios te ama y acepta primero, gracias a la muerte y resurrección de Cristo, trae verdadera libertad.
No hay nada que puedas hacer para que Dios te ame menos o te ame más. En Cristo hay amor, libertad y verdad. Una vida unida a Cristo es una vida no de deber, sino de adoración; no de ganar puntos, sino de amor incondicional. Cristo ya lo ha ganado todo por nosotros. Nadie más podía pagarlo. Nadie más lo ha hecho. Solo Cristo.
Amada, amado: que descanses hoy en Él.
— Devocional escrito por Andy Wickham, director de Fundación Pontea.